Poco sentido tiene hoy preguntarse por la comunicación en el arte, dado que la comunicación en sí está siendo cuestionada desde la proliferación de grietas en su estructura básica (emisor de un mensaje a un receptor), grietas por las que se ha colado ya todo tipo de contradicciones, de proposiciones, y de ruidos más o menos interesantes. Ni hablar del arte, que ha sido dado por muerto tantas veces que ya deberíamos haber inventado otro nombre para aquello que aún persiste como necesidad o como inercia... o como lo que se salva del diseño.
Y estas reflexiones un poco burdas y otro tanto nostalgiosas, se desprenden de haber sido parte desde la butaca, de la primera obra de danza en Argentina de un joven coreógrafo -hoy la juventud parece durar hasta pasados los 30- más conocido en su rol de bailarín: Lucas Condro. Aquí decidió dirigir a un grupo de amigos (Natalia Tencer, Nidia Barbieri, Alejandra Ferreyra Ortíz, Iván Haidar, Valeria Martínez), y eso no es un dato menor. A pesar de que la propuesta pretende llevarlos a un grado de violencia por demás acostumbrado en las piezas contemporáneas de danza (hijas de las escuelas de danza contemporánea belga y holandesa), en esta obra la relación entre ellos, devenida no sólo de la pauta de producción del material, sino de su cercanía afectiva, profundiza en otras sensaciones, en otras emociones menos trilladas, nos hace percibir un mundo diferente, complejo, y trágico.
Nos es imposible despegarnos de la tragedia que propone Condro con su montaje, puesto que hay algo de misterioso en su poética de debacle-después-de-la-moda, algo en lo estético más que en lo anecdótico, algo que cae dejándose caer y en la más absoluta tensión construye una verdadera paradoja (los interpretes la repiten durante todo el tiempo, crispados hasta arquearse sin cesar, caen, se recogen, se tironean, se devuelven, se miran, se atajan, se someten y se ayudan), entre todos, sin individualidad. Las individualidades están borradas, incluso en sus bailes solos, apenas se muestran en función de algo mayor, el destino de estar juntos y estar pendientes de ello. Nadie pretende el mal al otro, pero tampoco el propio bien. Uno esculpe en el pelo de otra un ojo que observa, otra la desliza lentamente sobre una gran bolsa de plástico como una reina a la deriva sobre un suave río. Alguien deja caer su cabeza, la hace desprenderse, el resto la protege pero la deja perderse. Antes había recibido la visita pegajosa de una lapa.
Y decíamos que la comunicación no puede acá jugarnos la mala pasada de espabilarnos de este adormecimiento en la pura kinestesia trágica de la obra; no podemos preguntarnos por el mensaje, puesto que los mensajes ni siquiera los saben ellos. No hay mensajeros en esta tragedia treintañera, no hay nadie que nos explique las razones. Y quizá somos nosotros, el público, el coro de este grupo de contorsionistas pos-posmodernos, nosotros los interpelados en nuestra quietud, los jueces, los verdugos.