Señorita Julia es presentada como la adaptación del clásico de August Strindberg a una noche de carnaval en la Argentina postperonista. Sin embargo, el universo referencial construido por la puesta resulta confuso.
La adaptación se ha convertido en una de las piedras de toque de la creatividad en tiempos de Modernidad tardía o Posmodernidad. La (aparente) libertad absoluta que ofrece la (aparente) posibilidad infinita de referencias intertextuales, cruces de género y asociaciones ilícitas posibles en un enunciado, parece constituir la panacea para el artista contemporáneo. Sin embargo, y cual ejercicio de alquimia, todo este mejunje de procedimientos posee dosis y medidas a respetar, porque es necesario saber explotar las virtudes combinatorias, si uno no quiere que éstas le exploten en la cara.
La Señorita Julia es un drama naturalista escrito por August Strindberg en 1888. El autor sueco, al que empeñosamente se lo ha contrapuesto con su contemporáneo noruego Henrik Ibsen, escribió esta pieza como si se hubiera tragado el “manual naturalista” de la época (las prescripciones de Emile Zolá, vertidas en La novela experimental, de 1880 y El naturalismo en el teatro, de 1881). Más tarde se alejaría de estos procedimientos, para adentrarse en obras de tipo expresionista, simbolista y hasta místico, más caras a su idiosincrasia y carácter. Pero quedó para la posteridad el naturalismo de La Señorita Julia.
La obra ha sido versionada en numerosas oportunidades en nuestra escena. En la que nos ocupa, la puesta viene precedida de copiosa información que hace las veces de prosapia: la asistencia/supervisión del legendario Alberto Ure (conocedor de la obra de Strindberg), la presencia de actores de trayectoria teatral, la presencia de actores de trayectoria televisiva, un director que se mueve con soltura en ambos mundos y… la referencia al peronismo. Todo un tema éste del tratamiento del peronismo en el teatro, que ya hemos desarrollado a propósito de La piojera o un procedimiento justicialista. Digamos entonces que la supuesta adaptación de La Señorita Julia al contexto peronista funciona como elemento motivador para el espectador. Pero nótese que utilizamos la palabra “supuesta” y no es por casualidad.
Convengamos en que el naturalismo esgrime una visión cientificista del mundo y específicamente de las relaciones sociales. El positivismo propio de finales de siglo XIX y principios del XX, dominado por la idea de progreso indefinido de la mano de la razón, contribuye a configurar una estética teatral dominada por el determinismo. Es conocida la sentencia “madre borracha, padre golpeador, hijo condenado” para delinear a los típicos personajes naturalistas. Julia, señorita de familia acomodada, padece el estigma de ser hija de una madre desclasada y trastornada psicológicamente. La relación ocasional con el chofer de su padre, lejos de ser una historia de amor telenovelesca, se presenta entonces como la piedrita que desencadena su caída vertiginosa. Cristina, la cocinera, funciona como testigo del drama y restauradora del orden perturbado.
Es tentadora y sugestiva la relación que este determinismo social pueda establecer con el peronismo y su singular visión de la lucha de clases, traducida en la proclama de “justicia social”. Podríamos presuponer mil quinientas conexiones, reelaboraciones, escribir muchas páginas o quedarnos charlando hasta las seis de la mañana si pudiésemos encontrarnos -querido lector-, pero lamentablemente, no estaríamos hablando de la puesta que nos ocupa. La mención al peronismo se limita al programa de mano y a una declaración que se desliza por la boca de Julia cuando habla de su madre y afirma “ella sí era peronista”. Y eso es todo. Cuando la mencionada señorita le pregunta al chofer “usted no será peronista, ¿no?”, uno espera que se desate la cosa. Pero el blondo (bueno, quién dijo que había que optar por una caracterización física más obvia, aunque no hubiera estado nada mal) la mira con cara de “mono antropomorfo, de color en general pardo oscuro y de estatura semejante a la del hombre” (léase Gorila) y le espeta un rotundo “¡No!”. ¿Y entonces? ¿A qué viene la referencia al peronismo? ¿A una madre inexplicablemente amiga de los obreros, que precipita la caída financiera de la familia sin razón alguna (o peor, con una razón lamentable, porque está loca…)?
Si se busca establecer una relación entre el determinismo social del naturalismo, la inclinación intrínseca a la decadencia propia de las clases altas (no vendría mal ver alguna que otra película de Luchino Visconti) y el advenimiento del peronismo, ¿por qué situar la acción en 1957 y no en pleno régimen? ¿Por qué conservar un posible escape de la pareja conformada por Julia y el chofer al Lago Como, en la lejana Italia y no hacerlos huir a las Sierras de Córdoba y a algún destino patagónico? La referencia a la Argentina peronista es entonces tan compleja y retorcida, que la relación termina siendo muy débil. Muy laxo, demasiado laxo el hilo que une estos universos referenciales tan dispares.
La adaptación incluye también otros intertextos, como los fragmentos de La más fuerte, otra pieza de Strindberg. Nuevamente, el injerto provoca resultados extraños. La más fuerte es el monólogo de una mujer que intenta aplastar con sus palabras a otra que permanece callada, para demostrarle que es la más fuerte. Como obviamente, el poder lo tiene la que no pronuncia palabra, lo importante de la pieza no es lo dicho, sino la relación entre ambos personajes. Es extraña entonces la caracterización de Cristina, la cocinera que admira y odia por igual a Julia. La mujer comienza haciendo un hechizo de magia negra mientras recita partes del mencionado monólogo y termina yendo a misa mimetizada con una madonna. Dado que Julia ni siquiera tiene para con ella la delicadeza de la escucha, porque está fuera de escena en ese momento, la inclusión de fragmentos de La más fuerte se explica solamente por lo dicho. Mientras, el espectador no puede evitar recordar al personaje mudo de la pieza original, por lo que el devenir de la versión que nos ocupa se torna confuso.
Lamentando haber agotado este espacio con consideraciones exclusivamente referenciales, y con la promesa firme de no volver a hacerlo, mencionemos, para terminar, que la puesta posee un destacable tratamiento de la escenografía (por parte de Marcelo Valiente) y el vestuario (del mencionado y Estela Martellotta), y se halla, por otro lado, plagada de situaciones extremas en lo que respecta a la caída en estados exacerbados de los personajes, que conlleva a momentos de severa exposición de los actores.