La miscelánea integrada por pobres, explotados y desposeídos ha tenido representaciones teatrales domésticas mucho antes de que se inventara el peronismo. La ha llevado a escena Florencio Sánchez, la ha llevado a escena Carlos Mauricio Pacheco, la ha llevado a escena Armando Discépolo. Y no olvidemos que el teatro argentino empezó con Juan Moreira. Pero después vino Perón y todo se complicó en las tablas… O se simplificó demasiado…
Durante varias décadas y como una especie de ajusticiamiento (¡perdón!, de justicialismo) retroactivo, todos las manifestaciones populares de las primeras décadas del siglo, entre las que se cuentan varios géneros teatrales, cayeron en desgracia, tildadas de peronistas. A la luz de los hechos históricos posteriores, todo se calmó, aunque más no sea de la boca para afuera. Pero aun así, en la escena de hoy, todo pobre es peronista. Lo cual no significaría nada, ni bueno ni malo, si no fuera porque el peronismo de los personajes pobres siempre aparece como el resultado de una especie de ósmosis irreflexiva, compuesta por historias de bicicletas, sidras y máquinas de coser. Parece que el pobre no pensara…
La Piojera… no escapa a la caracterización del pobre y peronista a partir de la mezcla de un ambiente obsoleto, una colección de objetos desvencijados y la irrupción de comportamientos exaltados e historias cuyo patetismo conduce al disparate. Y como ejemplo, valga el efecto humorístico que siempre se desprende del famoso epíteto “¡Viva Perón!” pronunciado por un personaje preso del furor, expresión que, por supuesto, no falta en el caso que nos ocupa.
Dejemos algo en claro: la obra es excelente y se disfruta de principio a fin. Las actuaciones son impecables y se evidencia cómo el grupo conformado por los actores y Andrés Binetti, dramaturgo y director de la obra, han trabajado para delinear cada uno de los personajes con extrema sutileza, logrando exquisitas caracterizaciones exteriores, pero no por ello menos profundas y vivas en escena. Esto es así, al punto que no podría destacarse a uno de ellos, sin caer en la injusticia de no mencionar al resto. Pero como toda obra excelente, promueve la reflexión y no vendría mal pensar un poco acerca de cómo el teatro porteño, antiperonista desde antes de que naciera Perón, lleva a escena un fenómeno tan caro a nuestra idiosincrasia, o por lo menos, a la idiosincrasia de la mayoría de los argentinos, según los procesos electorales de buena parte del siglo. Sería bueno conectar ésta con otras interesantes puestas de los últimos años, como Unidad básica, de Pompeyo Audivert y El niño argentino, de Mauricio Kartun. Pero no lo haremos en este momento, por una cuestión de espacio.
La historia que funciona como trasfondo de La Piojera… es la de la nacionalización de los ferrocarriles (la hacemos corta: los ferrocarriles estaban en manos inglesas y durante el primer gobierno de Perón son nacionalizados a cambio de la deuda externa que los muchachos de la corona tenían con nosotros… Sí, leyó bien, ellos nos debían a nosotros…) Y la historia que desanda el camino es la del menemismo que, apropiándose de lo que es de todos, decide cerrar ramales de esos mismos ferrocarriles, dejando gente en la calle y pueblos caídos del mapa, por los que ya no pasa ni el tren ni nada. Así, el bar La Piojera se queda sin clientes y, por si esto fuera poco, uno de sus dueños resulta desposeído hasta en lo más íntimo: perdió un ojo y por no ver, perdió a su mujer en manos de un representante de una multinacional traficante de gaseosas. La llegada inesperada de una formación descarrilada (no diremos cómo es que esto se produce) no trae a los turistas fantaseados, sino a un ferroviario amenazado con la desocupación y a una extravagante señora que, instalada en la locomotora, recorre el país cual si pretendiera erigirse en garante del régimen perdido y, llena de fervor y prosapia descamisada, recita letanías que ensalzan viejos tiempos. En medio de tanto desasosiego, una prostituta de ruta vislumbra la posibilidad de gambetear la desidia estatal uniendo miserias.
El hecho de que el mentado “procedimiento” haya devenido en provocar a como dé lugar, que la gente acuda al pueblo para explotar el microemprendimiento más viejo del mundo, no deja mucho margen para el cambio. Sobre todo para la pobre señorita que, cual pueblo trabajador, es la encargada de ponerle el lomo a esta incipiente empresa capitalista, en la que los que se benefician no son los que se sacrifican. Acaso esta débil injerencia del pueblo en lo social y lo político sea un auténtico signo de los tiempos que corren. Entretanto, lo popular se sigue representando como patético en nuestras tablas.
“Yo te daré,
te daré niña hermosa,
te daré una cosa,
una cosa que empieza con P…”