Kilómetro limbo

Kilómetro Limbo sucede en los alrededores de Rosario en un momento tristemente histórico: 2002. El Nene, un veterano camionero a punto de jubilarse, despierta en una cama que no es la suya con su cabeza vendada. Un incidente en la ruta lo dejó a él en ese estado y a su carga sin resguardo. ¿Cómo llegó a ese lugar?, ¿quién es la otra persona que está ahí?, ¿y las vacas que tenía que entregar? Muchas preguntas, ninguna certeza.

El Taqueño existió. Lo conocí. Un gaucho transformista en un pueblo de dos mil habitantes de la Provincia de Buenos Aires. Lo recuerdo en su sulky repartiendo leche y achuras que sobraban del matadero local. Un Robin Hood tripero.
Al camión jaula accidentado en 2002 lo recordamos todos. Una monumental carneada al aire libre televisada en vivo y en directo. “Una vez que se hacían de un corte, bañados en sangre, se alejaban con paso presuroso en dirección a sus casas”, publicó un diario de Buenos Aires en su cobertura.
Para El Nene, el camionero de esta historia, para la gran mayoría, el Otro es el Taqueño. Los Otros son los vecinos de la villa que faenaron las vacas. Habitantes de un Limbo desde siempre olvidado por Dios. Esa condición, que los sofoca por la falta de oportunidades, también los libera al infinito ¡es tan poco lo que aún conservan por perder! Ya no hay compromisos ni intereses que salvaguardar.
En el Kilómetro Limbo esos Otros se postulan en su condición de libres y soberanos como los más cercanos a ensayar una posibilidad superadora: La fraternidad. La unión sincera.

“Kilómetro Limbo” de Pedro Gundesen

El retrato crudo de un planeta que exuda impiedad

LA NACION por Alberto Catena

**** MUY BUENA

Ninguna decisión narrativa o estética es inocente ni carece de efectos. Una de las primeras que tomó el autor de Kilómetro Limbo, compartida en esta puesta por su director Luis Romero, es que los episodios que inspiraron la obra -LA NACION del 25 de marzo de 2002 los informó con este título: "Habitantes de una villa en Rosario faenan vacas de un camión que volcó"- no se vean en escena. Los detalles de esos hechos -cuyas imágenes recorrieron el mundo y que muchos de los espectadores presentes con seguridad han visto- se van conociendo a través del relato que hacen de ellos los tres personajes de la pieza. Es una decisión inteligente por más de una razón. Cualquier imagen que se hubiera podido utilizar, con un propósito de duro aunque corto realismo, habría localizado demasiado el suceso. Y es evidente que el autor quiso jugar en el texto con cierta atemporalidad para que la peripecia no estuviera marcada por ningún rasgo de excepcionalidad, como no lo están, puesto que abundan, los actos de brutalidad y violencia en la sociedad contemporánea, aunque a veces aparezcan revestidos por el velo inusual de un descuartizamiento de ejemplares bovinos en las rutas de un país. Y frente a esto, Gundesen quiere universalizar, salta por sobre la superficie truculenta del acontecimiento concreto e induce al público a pensar más allá de la apariencia de las cosas. ¿Qué cosas son esas? Entre otras que allí donde hay hambre e injusticia es difícil que no emerja la violencia, un fenómeno que provoca el rechazo general, pero que no todos ponen el mismo esfuerzo ni aplican idénticos métodos para tratar de solucionarla. Y que algunos incluso parecerían provocarla si ayuda a sus negocios. El planeta exuda impiedad. Para explayarse sobre este tema, el autor no acude a grandes discursos. Se introduce simplemente en el microcosmos de dos individuos que son, de distinta forma, desamparados por la vida. El encuentro tiene por escenario una casilla precaria al borde del camino donde derrapa el camión. En ella reside el Taqueño, un transexual que ofrece sus servicios carnales a los pasajeros en tránsito y que es quien recoge al accidentado camionero y lo hace reposar sobre su rústica cama para curar sus magullones. El conductor es el Nene, un hombre lleno de prejuicios, que cree que todos los habitantes de la villa son ladrones y malvivientes que lo quieren robar. El dueño de la casilla lo calma y le dice que son vecinos, que tienen necesidades. Están en polos opuestos, pero la magia del teatro hace que surja entre ellos un vínculo humano que es más fuerte que las diferencias. A fin de cuentas, ambos son víctimas de un árido destino. Freud decía que las fantasías eran correcciones a una realidad insatisfactoria. Y el arte suele cumplir esa función reparadora, esos actos de justicia poética. En esta sensible obra teatral, y aunque sepamos que en la vida no siempre ocurre lo mismo, el dramaturgo metaforiza sobre ese enorme poder transformador que pueden tener los afectos basados en la comprensión del otro. La versión es excelente y tiene una dirección muy afinada y de genuino cuño emocional. Hay también dos formidables actuaciones: las de Osvaldo Santoro y Claudio Rissi -intérpretes a los que siempre se les descubre nuevas facetas-, y una eficaz participación de Cristián Aguilera como Bagattini, un concejal preocupado por dar una versión de los hechos que no lo perjudique en lo político y que finalmente queda desairado. La escenografía y el vestuario de Marcelo Valiente contienen infinidad de detalles sutiles que, en medio de la miseria ambiente, trasuntan la personalidad del habitante de ese mundo


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